Hablar bajito no significa ser respetuoso
trabajo personal para poner limites

Hablar bajito no significa ser respetuoso

Últimamente escucho con frecuencia a madres y padres que buscan una crianza respetuosa… pero que, sin darse cuenta, han caído en lo que yo llamo “el acompañamiento de brilli-brilli”.

Ese que queda bien en redes, con tonos de voz suaves, casas de madera y niños que nunca lloran.
Padres y madres que repiten frases leídas en Instagram con la intención más noble del mundo, pero que, en el fondo, siguen reproduciendo los mismos patrones de siempre, solo que ahora envueltos en calma y con voz bajita.

Mi abuela solía decir: “por más que le pongas lentejuelas a un vestido feo, no deja de serlo.”
Y, sinceramente, con la crianza pasa un poco lo mismo.

He visto a muchas personas hablar bajito mientras decían cosas super fuertes, que dolían.
Y también he visto a otras —más ruidosas, más humanas— criar desde el respeto más profundo.

Porque el respeto no está en el tono, está en el vínculo.

Vivimos en una época en la que parece que cuanto más despacio hables, más amorosa eres. Muchos padres creen que educar desde el respeto consiste en hablar bajito, no decir nunca “no” y dejar a los niños “ser libres”.

Y no. No va por ahí.

Las familias que confunden el respeto con la ausencia de límites, qué creen que hablar despacio es sinónimo de ser respetuoso, o que dar libertad absoluta a los niños les convertirá en adultos felices y seguros, son familias de base “instagram”

Una mezcla peligrosa que confunde “dar libertad” con “quitar sostén”.

Estas ideas no surgen por arte de magia. Forman parte de una pseudocorriente educativa que,  ha mezclado conceptos maravillosos —como el apego, la educación emocional o la crianza positiva— con una especie de ideal utópico donde el niño decide todo, los límites se diluyen y los padres son espectadores. Pero se  ha perdido el equilibrio.

Y el problema no está en la intención, sino en la falta de fundamento.
Porque, detrás de muchos de esos mensajes, no hay una base real en pedagogía, psicología o neurociencia. Se habla de acompañar, de educar sin gritar, de libertad… pero se olvida que la libertad sin límites no es libertad, es desorientación.

Y acaban generando una culpa constante en madres y padres que sienten que si levantan la voz un poco o ponen un límite claro, ya están “siendo autoritarios”.

Y te hablo desde la voz de la experiencia, yo lo viví. No solo como maestra o acompañante de familias, sino como madre, una madre que estuvo durante un tiempo totalmente equivocada sobre lo que significa respetar a tus hijos.
Y no hay nada más agotador que intentar ser esa madre de manual que siempre habla bajito y nunca se enfada.

Cuando nació mi primera hija, todo lo que creía sobre la crianza se tambaleó.
Quería hacerlo diferente. Quería romper con los patrones con los que yo había crecido, como la mayoría de las personas que llegamos a la educación respetuosa ( hablaremos de ello en otro artículo)
Así que me lancé a leer, a formarme, seguir cuentas, escuchar podcasts…
Y, sobre todo, intenté hacerlo “bien”.

  • Hablaba despacio y con calma (casi siempre)
  • Explicaba las cosas (a veces demasiado)
  • Trataba de razonar.
  • Acompañaba (como podía) las emociones.
  • Daba opciones.
  • Intentaba tener paciencia infinita (spoiler, no la tengo)

Todo muy bonito sobre el papel.
Pero, en realidad, era una fachada.

Porque cuando llegaba la hora de la verdad se hacía lo que yo decía y punto. Preguntaba  “¿qué prefieres?”, pero si no elegía lo que a mí me parecía correcto, reconducía la situación a lo que yo pensaba que había que hacer. Bien sabes que manipular a un niño es bastante sencillo…

 

🧠 La confusión del “hablar bajito”

Hablar bajito no te hace respetuoso, igual que gritar no te convierte automáticamente en autoritario.
El respeto no se mide por el tono de voz, sino por la intención, la coherencia y la conexión.

He escuchado frases terriblemente hirientes dichas con voz suave y una sonrisa maravillosa:

“No llores, que no es para tanto.”
“Venga, ya está, no pasa nada.”
“Calladita estás más guapa.”

“ Anda, baja de ahí que si no mamá no te va a querer”

Y, sin embargo, he visto padres que hablan con fuerza o incluso sueltan algún taco, pero que respetan profundamente a sus hijos porque no los humillan, no los manipulan y están presentes de verdad.

El respeto no se actúa.
Se siente, se practica y se sostiene con coherencia, incluso cuando estás cansado, frustrado o con prisa.

Yo, en cambio, soy de las que suelta algún taco de vez en cuando. Y sé que hay quien me mirará con cejas arqueadas, porque no encajo en los estándares “respetuosos”
Pero te aseguro algo: jamás escucharás a mis hijas oírme decirles:

“No llores, que si lloras no te voy a querer.”
“Ya estás llorando otra vez.”
“Te has caído, no pasa nada.”

Porque sí que pasa.
Porque llorar importa.
Y porque respetar a un peque no es mantener la voz baja, sino acompañar sus emociones sin minimizar lo que siente.

No quiero ser la madre perfecta. Quiero ser la madre a la que siempre acuden.

Prefiero que mis hijas piensen, cuando sean mayores, que su madre era algo malhablada, que no siempre estaba de buen humor, pero que siempre podían acudir a mí. A que me vean como una figura siempre serena pero lejana.

No quiero que tengan miedo de contarme las cosas ( una decepción, un error, una herida en el alma) 

Quiero que su primer pensamiento sea:

“Se lo voy a contar a mamá, porque sé que me escuchará y me ayudará.”

Quiero que me cuenten sus penas, sus vergüenzas, sus dudas y también los chistes malos.
Quiero ser su refugio, no su juez.

Esa confianza no aparece de la nada. Se cultiva día a día, desde que son pequeños.

En cada conversación, en cada límite, en cada momento en el que eliges no romper el vínculo por tener la razón.

Y, con los años, ves los frutos.
Cuando llegan a la adolescencia y te das cuenta de que, a pesar de todo, siguen acudiendo a ti.

Mientras otros padres dicen:

“Mi hijo ya no me cuenta nada.”
“Me entero de las cosas por otros.”

Tú escuchas:

“Mamá, ¿puedes venir a buscarme?”
“Necesito contarte algo.”

Y esos quienes me juzgaban o miraban por  “ser tan permisiva” o por no encajar en lo que se supone ser  “respetuoso”  me dicen:

“Qué suerte, con tu hija que te cuenta las cosas… la mía no me habla.”

Y yo sonrío.
Porque no es suerte.
Es siembra.
Es haber estado ahí todo el rato, incluso cuando no tenía respuestas. Incluso cuando lo fácil era soltar un “porque lo digo yo” .

Y esos momentos, todo lo que has hecho, vale todos los esfuerzos. 

Educar con respeto no es hacerlo todo perfecto, ni hablar siempre suave, ni ser eternamente paciente.

Es ser coherente, humano y presente.
Es poner límites desde el amor.
Es reconocer tus errores y reparar.

 

🍃 El respeto se entrena  Y no es fácil

Acompañar no es fácil.
Respetar no es hablar bajito.
Respetar es mirar al niño como lo harías a cualquier otra persona, como alguien con derecho a sentir, a equivocarse y a aprender.
Y eso, a veces, implica mostrar límites claros, enfadarse, decir “no” sin miedo a parecer dura.

El verdadero respeto nace cuando somos capaces de sostener, hablar y llegar a un acuerdo cuando hay una situación que no nos gusta. Y cuando estamos dispuestos a escuchar a nuestros hijos y aceptar sus decisiones (aunque no sean las que nosotros tomaríamos)

Yo me enfado.
Y también me disculpo.
Y mis hijas me ven hacerlo.


Porque quiero que aprendan que el amor no excluye el error.
Que se puede amar y equivocarse a la vez.
Que se puede decir “joder” y seguir siendo respetuosa.

 

Porque 

Podemos hablar despacio y no escuchar.
Podemos decir “mi amor” y no acompañar.
Podemos tener un tono dulce y, aun así, invalidar las emociones.

Respetar a tus hijos pasa porque entendamos  que ellos no nos pertenecen: No tienen que ser como tu quieras que sean y no tienen que actuar como tu crees que tienen que hacerlo. No quieras que se desconecten de su propio ser y su forma de hacer porque entonces terminarán viviendo una vida que no es la suya, es la tuya.

🕰️ La educación no es inmediata

En general, queremos que nuestros hijos nos obedezcan rápido, que aprendan ya, que entiendan todo a la primera. Pero la educación no funciona así, sobre todo la educación respetuosa. 

Educar desde el respeto no ofrece resultados inmediatos.
Es una siembra constante: palabra a palabra, mirada a mirada, día a día.

Gritar puede dar un resultado rápido, sí, pero a costa del vínculo.
Escuchar, acompañar y confiar lleva más tiempo, pero construye una relación sólida y duradera.

En definitiva, respetar a tus hijos, pero de verdad, significa:

  • Saber que no puedes controlarlo todo y que tienes que aprender a soltar.
  • Entender que tus hijos tienen su propio criterio y aceptar que van a expresar su opinión, y que tienen todo el derecho a no estar de acuerdo contigo. 
  • Escuchar las necesidades de todos los miembros de la familia, sabiendo que algunas tienen prioridad sobre otras pero que ninguna es más importante que las demás. 
  • Confiar, confiar y confiar en ellos y ellas, en sus habilidades, en sus decisiones, en sus soluciones… Porque ya has estado ahí para acompañarlos y enseñarles el camino.
  • Dejarles que se equivoquen, sin reproches ni juicios.
  • Ofrecerles un lugar seguro donde poder volver cuando lo necesiten y donde poder ser ellos mismos.

 

  • Y hacia ti: No anularte, no sobrecargarte, no exigirte ser una madre o un padre perfecto.
  • Y hacia las situaciones: Aceptar que a veces no hay soluciones ideales y que todos tenemos que ceder un poco.

Educar desde el respeto va mucho más allá de dejar de gritar, decir tacos, hablar bajito o de  utilizar castigos o consecuencias… Es un viaje que pasa por el autoconocimiento para saber qué tipo de  padre o madre queremos ser y si queremos comprometernos de verdad con ello. En la educación respetuosa, los conflictos no desaparecen… pero se viven de otra forma. Con más conexión, menos miedo y más comprensión.

Hablar bajito no te convierte en una mejor madre, igual que decir un taco no te hace peor persona.
Lo que de verdad importa es cómo miras, cómo acompañas, cómo estás cuando tu hijo más te necesita.

Porque, al final, lo que queda no es el tono de tu voz, sino la seguridad de saber que su madre (o su padre) están ahí, pase lo que pase, hagan lo que hagan.

Y esa presencia —esa confianza que se construye día a día—
vale infinitamente más que cualquier manual de crianza perfecta.

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AUTOR: Marian Rodríguez. Mamá de dos, maestra de Infantil y Primaria, Asesora de familias y de centros educativos. 

 

3 de noviembre de 2025
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