El mito de la autonomía emocional: por qué los niños no pueden calmarse solos
Nuestra sociedad nos ha hecho creer que la autonomía emocional es uno de los grandes logros de la madurez: la idea de que una persona debería ser capaz de manejar por sí misma, y sin necesidad de nadie, todos sus estados emocionales. Como si el ideal fuera que un niño, desde muy pequeño, pudiera calmarse solo, pedir las cosas sin llorar, y cuando se enfadara supiera explicarlo con serenidad y autocontrol.
La presión que esto genera no es solo para los niños, también pesa sobre los adultos: sentir que debemos enseñarles a “ser fuertes” y “gestionarse” correctamente desde edades tempranas puede generar culpa y ansiedad en nosotros.
Mucho se escucha esto de: “ el peque está empezando a ser autónomo emocionalmente” ; pero la pregunta es inevitable: ¿realmente existe algo así como la autonomía emocional? ¿O estamos persiguiendo un mito que nos aleja de nuestra verdadera naturaleza como seres humanos? La educación respetuosa y la neurociencia llevan tiempo diciéndonos lo mismo: necesitamos a otros para poder regularnos, y esa necesidad no desaparece ni siquiera cuando somos adultos. Entender esto cambia radicalmente la manera en que vemos a los niños y nuestra forma de acompañarlos en su crecimiento.
El mito de la autonomía emocional en la crianza actual
La idea de que debemos lograr la independencia emocional está tan arraigada en nuestro imaginario colectivo que gran parte de la crianza y de la educación se enfocan en ese objetivo.
“Que mi niño sepa calmarse solo, que desde pequeñito pida las cosas “bien” y sin gritar, que cuando haya un problema en vez de llorar o tirarse por el suelo, lo explique pacientemente y en perfecto castellano”.
Esto crea una tensión constante: el niño tiene emociones naturales y viscerales, y nosotros sentimos que debemos enseñarles a controlarlas antes de que incluso tengan las herramientas o capacidades para hacerlo. Al final queremos un imposible.
Este ideal, más que ayudar a acompañar de manera realista, coloca a la infancia en una expectativa imposible. La neurociencia nos recuerda algo muy claro: el cerebro no alcanza una madurez plena de la corteza prefrontal —la parte encargada del control de impulsos, la planificación y la capacidad de postergar recompensas— hasta aproximadamente los 24 años. Sí, ¡los 24! y se lo estamos pidiendo a niños de 5, a adolescentes de 16… No digo nada.
Pretender que un niño pequeño pueda manejarse solo con sus emociones es sencillamente imposible desde el punto de vista del desarrollo. Lo mismo ocurre con los adolescentes: aunque parezcan independientes en otras áreas, siguen necesitando un sostén externo para regular sus emociones, porque su capacidad de autocontrol aún se está formando.
Por qué nunca alcanzamos una autonomía emocional absoluta
La teoría de la regulación de los afectos nos ayuda a entender de forma sencilla. Desde el nacimiento, los seres humanos estamos diseñados para depender de otro: no solo para sobrevivir físicamente, sino también para regular nuestro mundo interno. Es a través de la relación con un adulto de referencia que el bebé construye un mapa de apego, que le servirá de adulto como base para relacionarse con el entorno, aprender a confiar y sentirse seguro.
Esto significa que desde que nacemos necesitamos la presencia de otro para volver al equilibrio cuando nos desorganizamos emocionalmente. Y esa necesidad no desaparece con la edad. Con el tiempo vamos incorporando recursos para autorregularnos, como salir a caminar, respirar profundo, escuchar música, escribir, pintar, hacer deporte, o simplemente desconectar por un momento. Son herramientas valiosas, sí, pero no reemplazan la presencia de alguien que nos sostenga emocionalmente cuando lo necesitamos.
Incluso de adultos quedamos con alguien para hablar, le pedimos a un amigo que nos acompañe a hacer algo, pedimos un abrazo o simplemente buscamos compañía en momentos difíciles. Estas son maneras de co-regularnos con la presencia de otro , y esa co-regulación siempre funciona mejor que cualquier intento que hagamos solos , porque estamos diseñados para ser seres relacionales e interdependientes. Ignorar esto es negar nuestra propia biología y nuestra forma natural de aprender a manejar emociones.
Implicaciones en la crianza y la educación
Comprender que la autonomía emocional absoluta es un mito cambia por completo la manera en que miramos a la infancia. Cuando entendemos que los niños no pueden calmarse solos, se vuelve evidente que nuestro rol como adultos no es retirarnos, sino acompañarles activamente. Ser ese “otro” como el que buscamos nosotros, para nuestro hijo o hija.
Demasiadas veces, intentamos que lleguen a algo que no pueden alcanzar: la capacidad de “calmarse” por sí mismos siendo niñ@s o adolescentes. Que mi hijo sepa calmarse es una forma de decirlo, podríamos decir que sepan relajarse, o sencillamente que dejen de molestar y hacer ruido porque nos molesta.
El problema es que muchas prácticas educativas tradicionales se apoyan en la idea equivocada de que “es mejor que aprendan a estar solos en su rabieta para que se les pase”. De ahí surgen técnicas como el time-out o tiempo fuera, la “silla de pensar”, o el ignorar los llantos bajo la premisa de que “no tiene motivo”. Incluso intentar razonar con un niño en pleno desborde emocional . Todo esto pone en evidencia una expectativa adulta que desconoce el desarrollo infantil y que es básico para entender el desarrollo y poder acompañarlo : el niño todavía no puede traducir sus emociones en palabras con claridad.
El resultado es que, en lugar de aprender a gestionar sus emociones, los niños aprenden a reprimirlas. No porque hayan madurado, sino porque descubren que solo serán aceptados si esconden lo que sienten. Esto genera desconexión consigo mismos y con sus emociones, y puede afectar su capacidad de relacionarse y expresarse de manera auténtica a largo plazo.
Lo que los niños necesitan realmente
Si dejamos de lado el mito de la autonomía emocional, lo que aparece es mucho más sencillo y humano: los niños necesitan nuestra presencia. Necesitan adultos que no huyan de sus emociones, que no las juzguen, que no intenten silenciarlas o apresurarlas. Necesitan sentir que pueden mostrarse como son, sin miedo a ser rechazados, y que nosotros vamos a estar ahí.
Esto no significa que nunca vayan a desarrollar recursos internos de autorregulación, sino que esos recursos se construyen sobre la base de la co-regulación. Solo cuando alguien nos acompaña con respeto y presencia podemos aprender, poco a poco, a sostener nuestras emociones por nuestra cuenta. La madurez emocional no nace del abandono disfrazado de autonomía, sino del acompañamiento constante, paciente y respetuoso.
El abandono disfrazado de autonomía
Cuando insistimos en que los niños deben calmarse solos, sin quererlo estamos perpetuando un abandono emocional. Les pedimos que sean adultos antes de tiempo, que repriman lo que sienten y que oculten su vulnerabilidad. Confundimos autonomía con desconexión, independencia con aislamiento.
La verdadera madurez emocional no consiste en negar lo que sentimos, sino en reconocerlo y vivirlo en un entorno seguro. Es justamente la compañía de un adulto disponible la que permite integrar la experiencia emocional y crecer desde ahí. Cuando se sienten acompañados, los niños aprenden que sus emociones son legítimas y que hay espacio para expresarlas sin miedo.
El mito de la autonomía emocional nos ha hecho creer que la independencia emocional es un objetivo que se puede alcanzar y que además es lo «positovo» . Pero la realidad es otra: somos seres sociales, relacionales, y nuestra necesidad de los demás para regularnos nunca desaparece.
Esto tiene consecuencias profundas para la crianza y la educación. No podemos seguir esperando que los niños se calmen solos, que no lloren, que pidan las cosas con serenidad o que actúen como adultos en miniatura. Lo que necesitan es nuestra presencia, nuestro sostén y nuestra capacidad de acompañar con respeto, y cuanto antes lo entendamos antes les podremos acompañar mejor.
Solo así podrán construir recursos internos que de verdad les permitan regularse y alcanzar una madurez emocional auténtica. Una madurez que no se basa en negar lo que sentimos, sino en poder vivirlo sin miedo, sabiendo que siempre habrá alguien a nuestro lado para sostenernos cuando lo necesitemos.
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AUTOR: Marian Rodríguez. Mamá de dos, maestra de Infantil y Primaria, Asesora de familias y de centros educativos.
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