Los adolescentes: esta época tan bonita (y a veces difícil) de acompañar

Los adolescentes: esta época tan bonita (y a veces difícil) de acompañar

Ayer mi hija llegó más tarde a casa que de costumbre, vino una amiga a dormir a casa porque eran las fiestas del  pueblo y estuvimos más tarde de lo que es habitual en nuestra familia haciendo una excepción, porque claro, había que exprimir la noche. 

Hoy, temprano, me tocó despertarla para ir juntas a una charla universitaria de su hermana mayor. La escena ha sido digna de película: yo abriendo las persianas, ella medio zombi, con el pelo enmarañado y una mirada de esas a las que me estoy acostumbrando que decía “¿por qué me haces esto?”.
Y ahí me salió la voz de mi abuela, esa sabiduría popular que parece inocente pero lleva carga explosiva:


“Quien sabe salir, sabe madrugar.”

No funcionó.

La llevé a la charla como quien arrastra una mochila llena de piedras. Al volver, me dijo con tono suplicante:
—Solo quiero dormir una siesta.
—Vale, pero solo un par de horas —le respondí.

Minutos después, al pasar por su puerta, me encontré tres post-its pegados:

“No me despiertes.”
“Si no me enfado.”
“Gracias.”

Y entonces, me salió al tiempo una sonrisa involuntaria y suspiro de hartura y  pensé: qué difícil y qué fascinante es la adolescencia a la vez.
Porque, aunque a veces parezca que viven en un universo paralelo donde el tiempo se mide en memes y bostezos, lo cierto es que sus cuerpos y cerebros están haciendo un trabajo brutal. Y yo lo sé, porque me se la teoría, e intento tomarlo con filosofia, pero a veces tambien me cuesta, como a todas las familias.

 

El cerebro adolescente: una obra en reforma

Si convivís con un adolescente, lo sabéis: un día parecen maduros, responsables y casi adultos; al siguiente, lloran porque se les cayó el móvil al suelo o porque “nadie los entiende”.

Es desconcertante, pero no es teatro, aunque a veces lo parezca,
Es neurociencia.

Durante la adolescencia, el cerebro entra en modo reforma integral. Como si los gemelos de las reformas de la tele hubieran decidido echar abajo toda tu casa para quitar lo que no sirve, y empezaran una limpieza general llamada poda sináptica: se eliminan conexiones neuronales que ya no sirven para reforzar las que sí. Es como cuando decides ordenar el trastero y tirar lo que no usas… solo que el trastero es su cabeza.

Además, el lóbulo prefrontal, esa zona encargada de planificar, tomar decisiones o controlar los impulsos, está todavía en construcción. Y ojo spoiler, aún les quedarán bastantes años para que estén acabadas.
Así que sí: cuando tu hijo te grita “¡déjame en paz!” y cinco minutos después te pide un abrazo, no está intentando volverte loco.
Su cerebro está aprendiendo a equilibrar emoción y razón. Esta tejiendo los caminos más usados, reforzando lo que quiere que se quede.

Mientras tanto, la amígdala, la parte emocional, funciona a todo gas. Todo lo sienten más: la alegría, la frustración, el amor, la rabia. Por eso sus respuestas pueden parecer desproporcionadas a veces.
Y tú, que ya has pasado por ahí (aunque no lo recuerdes con tanto dramatismo), ves el torbellino desde fuera y piensas: “¿Era yo así?”
Spoiler: sí. todos y todas hemos pasado por este puente.

 

Ritmos vitales adolescentes: el cuerpo también cambia

Volvamos al tema del sueño. Porque si hay algo que nos muestran los adolescentes, además de los auriculares perpetuos y las puertas cerradas, es su ritmo vital cambiado.
Su reloj biológico se retrasa. No es que “no quiera” dormir a las diez: es que su cuerpo no puede.

La melatonina, la hormona que induce el sueño, empieza a liberarse más tarde. Resultado: les entra sueño a medianoche (o más) y, por tanto, necesitan levantarse más tarde.

El problema es que el mundo adulto sigue funcionando con horarios de adulto.
El instituto a las 8:00, las actividades, las obligaciones, los “quien sabe salir, sabe madrugar” (gracias, abuela).
Y claro, chocan dos universos: el de su biología y el de nuestras exigencias.

Porque si la sociedad en general estuviera más al tanto de estos procesos biológicos, a lo mejor intentariamos adaptar algunas rutinas para que su mundo no chocara con el adulto. A veces les pedimos cosas para las que no están preparados, es como si estuvieramos pidiendole a un bebe de 3 meses que caminase.

Dormir poco tiene consecuencias: irritabilidad, falta de concentración, peor rendimiento, más cambios de humor. No es flojera, es fisiología.
Así que, aunque nos salga el “ya dormirás cuando trabajes”, vale la pena preguntarse si estamos pidiendo algo que ni su cuerpo ni su cerebro pueden dar.

No se trata de dejarles dormir todo el día, sino de entender que sus ritmos no son los nuestros.
Y que acompañar también es, a veces, morderse la lengua y dejarles cinco minutos más.

 

Cambios de humor, dramas y emociones XXL

En la adolescencia todo se vive a lo grande.
Un suspenso es el fin del mundo.
Un mensaje sin contestar es tragedia griega.
Una crítica, aunque sea mínima, puede dolerles como si los hubieras traicionado.

Y tú estás ahí, intentando mantenerte sereno, mientras piensas: “pero si solo le he dicho que recoja su habitación”.

La adolescencia es una montaña rusa emocional.

El cerebro emocional —el sistema límbico— tiene el volante, y el cerebro racional va de copiloto sin GPS.
Por eso un día se sienten invencibles y al siguiente no quieren salir de la cama.

A esto se suman los cambios hormonales, la búsqueda de identidad y la necesidad de pertenecer al grupo.
Quieren ser únicos, pero también ser como los demás.
Quieren independencia, pero necesitan que los acompañemos.
Te dicen “no me hables” y, a la vez, esperan que estés cerca por si se derrumban.

Y ahí está la paradoja más bonita (y desesperante) de esta etapa:
te empujan, pero te necesitan.

Qué necesitan realmente de nosotros

No necesitan sermones.
Ni discursos interminables sobre lo que hacíamos nosotros a su edad.
Ni frases como “a mí nadie me regaló nada” o “en mis tiempos madrugábamos aunque lloviera”.

Necesitan presencia.
Necesitan que les digas “entiendo que estés cansado” antes de soltar el “pero…”.
Necesitan que confíes en ellos, incluso cuando te cuesta.
Que pongas límites claros, pero desde el respeto, no desde la amenaza.
Que les recuerdes que los quieres, incluso cuando te contestan con monosílabos.

Y, sobre todo, necesitan coherencia.
Si predicamos calma, no podemos explotar a la primera.
Si hablamos de respeto, no podemos invadir sus espacios.
Acompañar no es controlar.
Acompañar es sostener, observar y saber retirarse cuando toca.

Porque el amor en la adolescencia no siempre se ve bonito. A veces huele a portazo, sabe a silencio y se disfraza de independencia.
Pero está ahí.
Y lo sienten.

 

El papel del humor (y de los post-its)

El humor salva.
Nos permite no tomarnos tan en serio, desactivar tensiones y recordar que, al final, todos estamos aprendiendo.

Cuando mi hija pegó esos tres post-its en la puerta (“No me despiertes”, “que me enfado”, “gracias”), no estaba desafiándome.
Estaba comunicando a su manera que necesitaba espacio.
Y que, aunque no quería contacto, seguía sabiendo que yo estaba al otro lado de la puerta.

Acompañar a un adolescente implica interpretar señales que ya no vienen en forma de abrazos o dibujos, sino de frases crípticas, silencios y, sí, a veces, sarcasmo.
Y está bien.
Porque cada una de esas señales es una forma de decir: “Estoy aquí, creciendo, dame tiempo.”

El humor nos ayuda a no entrar en lucha.
A ver el proceso sin tanto drama.
A recordar que su caos tiene sentido y que, aunque nos saquen de quicio, están desarrollando justo lo que necesitarán para ser adultos autónomos: pensamiento crítico, identidad y capacidad de elección.

 

Acompañar, no controlar

Acompañar la adolescencia es un acto de fe.
No hay fórmulas mágicas ni resultados inmediatos.
Hay procesos, errores, aprendizajes y, sobre todo, presencia constante.

Tu hijo no necesita que lo rescates cada vez que se equivoca, sino que sepa que puede volver a ti cuando lo haga.
No necesita que le impongas tus horarios, sino que le ayudes a encontrar los suyos.
No necesita que lo entiendas siempre, pero sí que no lo juzgues.

Sí, esta etapa es agotadora.
Sí, a veces querrás gritar.
Y sí, otras veces te emocionarás al verlo convertirse en alguien con criterio, con sueños y con un mundo interior que ya no depende de ti.

Y eso también es amor.

Una última nota (o tres post-its)

Así que la próxima vez que tu adolescente se encierre en su habitación o te ponga cara de “no me hables”, respira.
No te tomes su distancia como rechazo.
Es solo parte del viaje.

Recuérdalo: su cuerpo, su cerebro y su identidad están en plena transformación.
Y tú eres su base segura, incluso cuando parezca que no te necesita.

Déjale dormir de vez en cuando, déjale equivocarse, déjale descubrir.
Y mantén el humor, porque la adolescencia —como los post-its de mi hija— también pasa con amor, ironía y paciencia.

Eso sí: si alguna mañana te mira con cara de zombi, no repitas lo de “quien sabe salir, sabe madrugar”.
Ya lo hará.
Cuando su cerebro termine la reforma.

 

La adolescencia no es una etapa para sobrevivir, sino para acompañar con otra mirada: la que entiende, respeta y confía.
Porque debajo de ese cansancio, esos silencios y esos “no me despiertes”, hay alguien que sigue necesitando lo mismo que cuando era pequeño: saber que estás ahí.

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AUTOR: Marian Rodríguez. Mamá de dos, maestra de Infantil y Primaria, Asesora de familias y de centros educativos. 

 

27 de octubre de 2025
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